CÓMO EMPEZÓ TODO
Fang era una pequeña ciudad muy tranquila, situada al norte de la provincia de Chiang Mai. Emplazada a orillas del río Kok, servía a las mil maravillas de alto en el camino, a lo largo de casi todo el año, para los viajeros y los mercaderes. En la dársena de Fang solían encontrarse amarradas unas cuantas gabarras y almadías, y a veces también algún que otro velero de gran tamaño. Pero eso era antes, hace ya tiempo; antes de que se crease la Prueba de los Campeones.
En la actualidad, una vez al año el río se atesta de embarcaciones que traen gentes desde cientos de kilómetros a la redonda, deseosas de ser testigos por fin de la hazaña que rompa el antiguo maleficio de Fang; deseosas de ver a un héroe victorioso en la Prueba de los Campeones.
El 1 de mayo, cada año, vienen a Fang héroes y guerreros para arriesgar sus vidas en la Prueba. Sobrevivir es poco menos que imposible, pese a lo cual son muchos los que afrontan el peligro, ya que la recompensa es elevada: una bolsa con diez mil monedas de oro y la independencia eterna para el territorio de Chiang Mai. Claro que llegar a Campeón no es tarea fácil. Hace unos cuantos años, un poderoso barón de Fang, llamado Sukumvit, decidió convertir a la ciudad en centro de atracción instituyendo la más terrible de las competiciones. Con ayuda de los lugareños construyó un laberinto subterráneo en una colina próxima a la ciudad de Fang, del cual sólo existe una única salida. El Laberinto está repleto de trampas mortales y de toda clase de celadas y seres abominables. Sukumvit planeó meticulosamente hasta los más mínimos detalles, de modo que quienquiera que desee enfrentarse a su reto deberá echar mano tanto de su ingenio como de su habilidad en el manejo de las armas. Cuando por fin quedó satisfecho con su obra, puso a prueba el Laberinto. Para ello eligió a diez de sus mejores guardianes, que, armados hasta los dientes, ordenó que se internaran en el Laberinto. Nunca más se les volvió a ver.
La historia de los guardianes desaparecidos pronto se supo por todas partes: fue entonces cuando Sukumvit anunció la primera Prueba de los Campeones. Su reto lo transmitieron mensajeros y carteles: diez mil monedas de oro y la independencia eterna de Chiang Mai para cualquiera que sobreviviese a los peligros del Laberinto de Fang.
El primer ciño, diecisiete valientes guerreros probaron suerte en «El Paseo», que es como terminó por llamársele. No salió con vida ni uno solo. A medida que fueron transcurriendo los años y que la Prueba de los Campeones continuó celebrándose, fue atrayendo a más y más aspirantes y espectadores. La ciudad de Fang prosperó; empezaba a prepararse con meses de antelación para el espectáculo del que era anfitriona cada mes de mayo. La ciudad se engalanaba, se levantaban tiendas, se habilitaban comedores, se alquilaban músicos, bailarines, comefuegos, ilusionistas y toda clase de gentes del espectáculo, así como se tomaba nota de todos aquellos que tenían esperanzas de salir con bien de «El Paseo».
En la última semana de abril, las gentes de Fang y los visitantes se entregaban a una fiesta de grandes proporciones. Todo el mundo cantaba, bebía, bailaba y reía hasta el amanecer del 1 de mayo, momento en el cual la muchedumbre se apresuraba para llegar a las puertas del Laberinto y contemplar cómo el primer aspirante del año daba un paso al frente para encarar la Prueba de los Campeones.
Después de ver uno de los carteles de desafío de Sukumvit clavado en un árbol, decides que este año probarás suerte en «El Paseo». Has tenido ganas de hacerlo durante los últimos cinco años, no tanto por la recompensa como por el hecho de que nadie ha salido nunca victorioso del Laberinto. ¡Tienes la convicción de que éste es el año que verá coronar a un Campeón! Reúnes unas cuantas pertenencias y partes de inmediato. Tras caminar dos días hacia el oeste, llegas a la costa; allí entras en el maldito Puerto de la Arena Negra. Sin perder tiempo en esa ciudad de ladrones, pagas tu pasaje en un pequeño velero que te lleva hacia el norte, hasta la desembocadura del río Kok; allí te embarcas en una almadía que durante cuatro días te llevará río arriba, hasta llegar por fin a Fang.
Dentro de tres días dará comienzo la Prueba, y la ciudad entera es presa de una excitación poco menos que histérica. Te apuntas junto a los otros aspirantes y te dan un pañuelo de color violeta para que te lo ates al brazo: ésa es la señal que muestra tu condición de aspirante. Durante esos tres días disfrutas de la hospitalidad de Fang, donde te tratan como a un semidiós. A lo largo de todo este regocijo estás a punto de olvidar qué propósito te trajo a Fang, pero la última noche antes de la Prueba, la magnitud de la tarea que tienes por delante empieza a dominar tus pensamientos. Poco más tarde te llevan a un albergue especial y te muestran tu dormitorio. Hay en él una espléndida cama con dosel y sábanas de satén para ayudarte a descansar. Pero queda ya poco tiempo para dormir.
Poco antes del amanecer te despierta una trompeta en medio de vividos sueños: hoyos llameantes y gigantescas arañas negras. Minutos después oyes un golpear de nudillos a tu puerta y la voz de un hombre que te dice:
—Tu prueba está a punto de empezar. Por favor, disponte a partir dentro de diez minutos.
Sales de la cama, te acercas a la ventana y descorres la cortina. El gentío atiborra las calles y se mueve silenciosamente por entre la bruma matinal: son, sin duda, espectadores camino del Laberinto, que madrugan para ocupar lugares ventajosos desde los cuales ver a los competidores. Te das la vuelta hacia una mesa de madera, sobre la que descansa tu espada favorita. La agarras y cortas el aire con un poderoso mandoble, pensando en qué bestias tendrán que vérselas en seguida con su afilada hoja. Luego abres la puerta que da al pasillo. Un diminuto hombrecillo de ojos almendrados te saluda con una reverencia cuando sales del dormitorio.
—Por favor, sígueme —dice.
Gira hacia su izquierda y echa a caminar presuroso en dirección a las escaleras que hay al fondo del pasillo.
Sales del albergue y sigues caminando por estrechos callejones; tienes que apresurarte para no perder de vista al hombrecillo. Pronto llegas a un camino ancho y sucio; a ambos lados se alinean los espectadores que no paran de gritar. Cuando te ven el pañuelo violeta aumenta el griterío y te arrojan flores. Las alargadas sombras que proyectan aquellos que tienes enfrente disminuyen a medida que un sol brillante se va elevando en el cielo matinal. Allí, frente a esa multitud ruidosa y vibrante, te sientes extrañamente solo, a la espera de tu ordalía. De repente notas un tirón en la camisa y ves a tu diminuto guía, que hace señas para que le sigas. Más adelante ves la colina, en la que se vislumbra la boca oscura de un túnel que desaparece al adentrarse en las profundidades de la tierra. Al acercarte, ves dos grandes pilares de piedra que flanquean la entrada del túnel. Están cubiertos de relieves ornamentales: serpientes que se retuercen, demonios, deidades, y cada figura parece dar voz a una callada advertencia para todos aquellos que osen ir más allá de ellas.
Ves al mismísimo Barón Sukumvit junto a la entrada, esperando para saludar a los participantes de la Prueba de los Campeones. Cuentas otros cinco, alineados orgullosamente, con sus pañuelos de color violeta desplegados a la vista de todos. Hay dos bárbaros de torso desnudo, vestidos con pieles. Están completamente inmóviles, con las piernas rectas y ligeramente separadas, sujetando por la empuñadura sus largas hachas de doble filo. Una esbelta elfa, de pelo dorado y ojos verdes como los de un felino, está ajustándose el cinturón de dagas que lleva en torno a la túnica de cuero. De los otros dos, uno va cubierto de pies a cabeza con una armadura de hierro, un casco de plumas y un escudo blasonado; el otro va vestido con negros ropajes: sólo se le ven los ojos a través de la rendija formada por los pliegues del embozo y el capuchón. Cuchillos largos, una garrota de púas y otras silenciosas armas mortíferas le penden del cinto.

Los cinco contendientes saludan tu llegada con movimientos de cabeza casi imperceptibles; te vuelves para encarar a la exultante multitud por última vez. De improviso, el silencio se abate sobre la muchedumbre, pues el Barón Sukumvit ha dado un paso al frente; lleva en la mano seis trozos de bambú. Tomas uno de su puño cerrado y lees la palabra «Quinto». En ese momento empieza la Prueba de los Campeones.
El primero es el Caballero. Saluda a la muchedumbre antes de desaparecer por el túnel; media hora después le sigue la elfa. Después va un bárbaro, luego el hombre cubierto de negros ropajes. Ahora te toca a ti saludar a la multitud apiñada. Sostienes en alto el pañuelo violeta y te llenas los pulmones de una última y honda bocanada de aire fresco antes de pasar por entre los pilares de la entrada, rumbo a los túneles en que reina el poder de Sukumvit, para enfrentarte a los desconocidos peligros que infestan «El Paseo»; dispuesto a atravesar el Laberinto Mortal del poderoso Barón.